Se ha levantado con los nervios en la garganta. Apenas ha podido pegar ojo en toda la noche gracias al incesante parloteo de su cabeza.
Se da una ducha rápida, agua fría como siempre. Casi se rompe la crisma al salir de la ducha. Con la de veces que su madre le ha dicho que se compre una esterilla de esas antideslizantes. Por un instante lo medita. Joder, si son horribles. Tendré más cuidado la próxima vez.
Elige su ropa con esmero. Unos vaqueros negros combinarán con la camisa azul, ¿no? Tiene gracia que precisamente le de más vueltas hoy cuando su modus operandi siempre ha sido coger lo primero que encuentra en el armario. Por mucho que no esté planchado. Como si planchara alguna vez en su vida…
No es capaz de tragar nada, ni tan siquiera de oler ese café que siempre ha considerado sine qua non.
Sale de su piso, baja por las escaleras porque es incapaz de esperar el ascensor. En la puerta le espera ella, preparada para coger velocidad por las calles de la ciudad. Llega en sus habituales 10 minutos que hoy se le han hecho eternos. Justo hoy tenían que estar todos los semáforos en rojo. Bendita su suerte.
Entra en el edificio y, una vez más, sube por las escaleras. A este paso, podrá autodefinirse como deportista nato y ponerlo en su perfil de Tinder. Se abren las puertas de cristal y se dirige, a paso firme (lo más firmemente que puede) a la puerta del fondo.
Se detiene un segundo. Respira profundamente. Llama, espera los 5 segundos de cortesía y gira el pomo de la puerta.
– Necesito hablar contigo de algo importante.
Y en este preciso instante es cuando su vida está a punto de dar un vuelco.