#BONITALAVIDA

DE LO QUE NOS MARCA

Durante dos años de mi vida pisaba un hospital semanalmente. En verano incluso un par de veces por semana.

A pesar de mi hiponcondría (que en ese momento apenas se manifestaba) yo no iba como paciente sino como voluntaria.

Empecé un verano, ahí por el año 2010 o 2011, con mis tiernos veinte años recién cumplidos. Creo que, como en la mayoría de cosas en las que suelo embarcarme, no era muy consciente de dónde me estaba metiendo. Simplemente apreció la idea, de ahí surgió la oportunidad y voilà. Dos semanas después, estaba empezando mi aventura.

Durante dos años llegaba, cogía mi chapa identificativa (con una foto horrorosa y que no me hacía justicia alguna) y rezaba para que quedara alguna bata en talla XS disponible.

Cada día en el hospital era distinto. Nunca había dos iguales y tampoco sabías en que mood y de qué forma saldrías de ahí.

Había días realmente buenos en que salías feliz como una perdiz y otros en que el mundo se te derrumbaba un poco.

Recuerdo dos días especialmente malos en que salí de ahí sin ganas de nada. Tal cual puse un pie fuera del hospital me fui a casa y no quise ver a nadie durante dos días. Me sentía totalmente desconectada del mundo. Como si de repente, hubiera dejado de girar para mi.

Uno de ellos era una mañana de viernes (ventajas de no tener clases los viernes) en que estaba en la sala de juegos jugando con los niños que había ahí. Por lo general, los niños que bajaban estaban de paso y sus dolencias no eran realmente graves. Unos días de hospital y a casa.

Recuerdo que, de repente, entró un niño con una gorra, claramente sin pelo, con muchos moratones en la cara y muy delgado. Verlo daba mucha penita y se notaba que ganas de jugar no tenía. Se sentó, cogió un camión y se quedó quietecito sin apenas hacer o decir nada. Todo hubiera quedado ahí si no hubiera visto a su padre que le acompañaba. En ese momento, mi mente hizo click.

Yo ya había visto y jugado con ese niño el verano anterior. Era rubio, monísimo, iba vestido con una camiseta del barça y no paró de jugar y hablar conmigo. El recuerdo que tenía de él era tan y tan distinto…. cuándo entendí por qué estaba ahí y el cambio tan gigante que había dado, me morí de pena. ¿Por qué es tan injusta la vida?

He pensado en ese niño miles de veces a lo largo de los años. ¿Se recuperó? ¿Fue feliz? ¿Cuánto tiempo estuvo en ese hospital?

Pero no todo fue doloroso y jodido. Hubo experiencias buenas y de ellas, hay una que se me ha quedado grabada con fuego. De esas que te sacan una sonrisa cuándo las recuerdas.

Estábamos una amiga y yo una calurosa tarde de verano dando gracias por estar en una sala con aire acondicionado a uan temperatura más que aceptable jugando a las muñecas y a cocinitas con una niña muy adorable, cuando llegó otro paciente a la sala de juegos.

Era un niño que debía tener entre 7 y 9 años con una parálisis celebral. Iba en silla de ruedas, sus movimientos eran muy limitados y apenas se entendía nada cuándo hablaba. No me preguntes por qué, pero teminé yo jugando (ok, intentando) jugar con él. Empezamos jugando con un tren eléctrico; el juego consistía en que poníamos un obstáculo en medio de la vía, el tren se desviaba y volvíamos a empezar. Jugamos a esto como 30 minutos hasta que se cansó, miró las estanterías llenas de juegos y me empezó a señalar un juego puesto en la parte superior de una estantería.

Yo cogí la escalera (1,55 no da para milagros) con cara de desconcierto. En esa zona había juegos de mesa un poco complejos y no veia yo muy claro dónde íbamos a llegar. Subida en mi escalera empecé a señalarle juegos pero nada, el chiquillo no quería ninguno de los que yo le mostraba. Él ya había hecho su fichaje y de ahí no íbamos a salir. Quería jugar al Allá tú (el juego de TV de las cajas). Llegados a ese punto se lo baje sin saber qué diantre íbamos a hacer con eso, pero él lo tenía todo pensado. Nos tiramos media hora en la que yo le apilaba las cajas y él, con un gancho de brazo más que digno, me las tiraba al suelo. Yo las recogía y vuelta a empezar.

A todo esto, mi amiga jugaba a las casitas con la otra niña. Llegó un momento en que dije «sanseacabó» y nos acercamos a jugar con ellas dos.

Aquí empezó la magia. Los dos niños eran capaces de comunicarse y entenderse de una forma inexplicable. Las mayores no éramos capaces de comprender al niño cuando nos hablaba, pero la otra niña sí. Y así pasamos la tarde; viendo como ellos dos establecían un vínculo que nosotras apenas llegamos a comprender. Se despidieron con un abrazo y con la promesa de volverse a ver para jugar. No sé si eso sucedió jamás pero, lo que sí sé es que ese día me fui del hospital consciente que había vivido uno de los momentos más tiernos de mi vida.

Porque al final, si uno quiere ver cosas maravillosas, las puede ver, ¿no? Están ahí, solo tenemos que querer verlas.

Y ese, sin duda alguno, es uno de los instantes más mágicos que me quiero llevar.