Creo que nunca voy a olvidar mi primer beso.
Ahora es cuando debería contar lo bonito, especial y romántico que fue.
Nada más lejos de la realidad.
Recuerdo que fue una tarde de domingo (con lo que me gustan a mí), en una discoteca de tardes y con un total y completo desconocido.
Pongámonos en situación: corría el año 2005, blue tropic en mano (zumo edulcorado, así de fuertes íbamos a los quince), en medio de la pista, bailando con mis amigas a saber qué hits de ese momento. Típico amigo de turno se acerca a mis amigas para hacer el intercambio de palabras reglamentario para que ocurra la verdadera transacción. En un principio me negué en redondo pero no hay nada que unas amigas muy persuasivas no puedan conseguir. (No voy a relatar los argumentos que usaron en su favor porque nos dejaría en una situación bastante lamentable)
El chico en cuestión terminó acercándose y entablando conversación conmigo. Gracias a Dios no recuerdo cuál fue el tópico de esa conversación, pero me imagino que una presentación basada en nombres, edades, lugar de procedencia y deja de contar. Nos sentamos y seguimos con nuestra interesantísima y profunda conversación y entonces pasó. El famoso y esperado primer beso que para una niña Disney como era yo, se antojaba maravilloso y perfecto.
Y llegó el momento… El primer beso
Mi primer pensamiento fue literalmente:
¿De verdad consiste en que su lengua esté en mi campanilla y apenas pueda respirar?
Sí, menudo desastre de primera experiencia. Pero no terminó aquí, que va.
Tradicional intercambio de números, messengers y primeros mensajes y perdidas de rigor (encima era de los Llámame no tengo saldo). Hablas un poco y decides dar un paso más y quedar para una cita. La primera cita con carácter romántico.
En esos tiernos quince años, mis amigas y yo hicimos una americanada de película. Tarde de viernes en casa, ayudándome a escoger outfit, maquillándome, arreglándome el pelo, blablabla. (Debo confesar que creo que fue lo mejor de toda la historia). Y quedé con él para dar un paseo por la playa. Suena de lo más romántico y de romántico nada de nada. Besitos en un banco, yo intentando reconducir el tema de dejar intacta mi campanilla y salvamos el tema como pudimos. Me fui de la cita con una segunda cita para el domingo por la mañana. (¿quién en su sano juicio queda un maldito domingo por la mañana con quince años?).
Quizás hubiera ido bien si no hubiera sido por un pequeño detalle que desató la tormenta.
El final de la gran historia de amor
Sábado por la noche. Hora punta en messenger. Hablar por hablar contándose tonterías hasta que llega un punto que al hombre no se le ocurre nada más que soltarme las dos benditas palabras menos acertadas de la historia:
Te quiero.
Sí. Te quiero. Ni una semana después de haberme conocido. Sin saber mi apellido o el día de mi cumpleaños o que mi color favorito no era el rosa. Decir que me quedé a cuadros es quedarse corto.
Obviamente huí por patas y nunca más se supo. Este fue el punto de partida de mis desapariciones estelares sin motivo, explicación o razonamiento alguno (sé, perfectamente, que no es loable ni me siento orgullosa de ello).
De esa experiencia aprendí tres cosas:
- Cuando besas debes poder respirar por fuerza
- El romanticismo sin sentido y gratuito, no era lo mío.
- Las palabras tienen valor y no se merecen ser desvirtuadas a lo tonto. Nunca digas te quiero al cabo de dos días de conocer a alguien. NO ES CIERTO.
Y así se arruina un primer beso.
Un primero, un segundo y un milésimo.