El silencio. Y no de esos cómodos y fáciles, llenos de paz. Ese silencio incómodo y cargante, casi violento.
No sabes qué decir; las palabras no llegan a ti.
Ha muerto la conversación. Y parece que no va a resucitar. Una parte de ti quiere que lo haga; llenar ese momento para que el silencio desaparezca. La otra ya está pensando en cualquier otra cosa. Desvías tu mirada hacía un lado como si hubiera algo que llamara mucho tu atención y te quedas pasmada mientras decides cuál va a ser el próximo movimiento. ¿Intentas salvar el momento? O empiezas con el típico «Bueno», que precede a cualquier excusa para levantar e irse. Entre tanto, ya estás decidiendo que ha llegado el final.
– ¿Pagamos? – Sueltas de repente mientras coges la cartera de tu bolso y buscas al camarero. Sin esperar respuesta alguna, te levantas – Creo que tenemos que ir a la barra.
Y antes de que te des cuenta estás volviendo y dejando que esa tarde quedé relegada en algún lugar de tu mente preparada para ser sobreescrita por cualquier otra historia.