Entonces, volvía.
Siempre volvía.
Sabía que en días como aquel no le cerraba la puerta en las narices.
Llamaría, «solo hoy» me diría, yo callaría aún sabiendo perfectamente que era mentira, bajaría la cabeza y me haría a un lado. Entrada libre, coge lo que quieras. Como si estuvieras en tu casa.
Se acurrucaría a mi lado. Alguna carantoña por aquí, miraditas por allá, me cogería la mano y no me soltaría en lo que quedaba de día. Maldito el día que dejé que se colara por primera vez. Perverso el destino, o lo que fuera, que nos cruzó.
Sus visitas eran ya una costumbre.
No me sorprendían.
Tampoco las esperaba. No como antes. No como cuando estaba desesperada tachando los días en el calendario, aguardando su vuelta.
Cuando sentía su presencia sabía cómo iba a terminar el día.
Y solo deseaba que pasara rápido.
Fugaz.
Efímero.
Breve.
Como un pinchazo.
Y cuando llegaba la hora se iba sin hacer mucho ruido.
Me sonreía. Condenada sonrisa la suya.
Me guiñaba un ojo. Encima con rintintin.
Y desaparecía.
Los dos sabíamos que volveríamos a vernos las caras.
A esas alturas, nos conocíamos demasiado bien las reglas del juego.
Y ya era demasiado tarde para cambiarlas.