A veces me gustaría ser menos incongruente, incoherente, contradictoria, absurda e ilógica. A ratos, no me entiendo ni yo. Y menos aún, dejo que los demás tengan el placer (podría decirse que les ahorro las molestias).
No me comprendo, pero tampoco soy capaz de decidirme. Ando perdida entre miles de preguntas y, obviamente, no encuentro ninguna respuesta.
Me siento un poco engañada, todo hay que decirlo.
Siempre me han mentido. Y preferiría, que no lo hubieran hecho. Me hubiera ahorrado mucho desconcierto, frustración y preguntas de más. Y, te prometo, que el número de preguntas que soy capaz de formular ya sobrepasa los límites aceptados.
Supongo que si nadie me la había contado hasta ahora, ha sido debido a que no he encontrado a ninguna alma de cántaro tan perdida como yo. Cuando creces en la convencionalismo y tradición, todo parece tan claro y evidente que asusta. Y nadie tiene intención de advertirte que las cosas pueden no ser como esperabas, que no repetirías ningún patrón o que podías salirte de los límites establecidos (y créeme, no por gusto). E imagino que tampoco querían que fuera eso lo que pasara
Y llegas tú y, no, eso no es lo que se esperaba de ti.
No sé si es peor saberlo. Pero lo sé. Soy consciente de que me he ido tanto por la tangente que parte del pasado me miraría con reprobación.
No, yo tenía las papeletas para seguir otros pasos. O como mínimo eso creí durante veintitantos años (ay, las expectativas…).
Y con veintisiete, esa línea marcada ya se ha desdibujado. Se ha borrado a base de aciertos y errores y de recalcular la ruta.
Y he trazado tantos intinerarios posibles que google maps ya se ha cansado de mí y me ha enviado a tomar por saco. Total, que estoy perdida.
Hasta tal punto que no sé a dónde quiero llegar. ¿Cómo trazar un camino sin tener claro el destino? A ratos lo sé, o creo saberlo, hasta que… Hasta que lo veo tan lejano que no sé yo. Sé que tenemos aviones y compañías lowcost que te hacen trayectos de larga distancia sin escalas, pero…yo aún estoy dando vueltas por el maldito aeropuerto. Y no por la terminal 1, no yo estoy en la 2, joder, que ando más perdida que un pulpo en un garaje (cómo me gusta esta expresión)
Contradicción e incoherencia.
Creí que la adolescencia eran los peores años. Eso me habían dicho. Eso predicaban los mayores cada dos por tres. La pregunta estrella era cómo llevaban mis padres mi edad del pavo. Época de forjar una personalidad, de crear valores, bla, bla, bla. No es cierto
A los veintipocos me dí cuenta que la adolescencia era turbulenta, sí, pero ni punto de comparación con el remolino de emociones que sentía en ese momento. Quizás mi adolescencia fue demasiado pacífica. Algo rebelde, de puertas hacia dentro, pero poco más. Momentos puntuales, pero, a grandes rasgos, la recuerdo divertida y apacible. Mis grandes preocupaciones eran poder salir un viernes, tener o no novio y no perder el móvil una quinta vez. (Big deals, sí)
Pero al dejarla atrás, ahí vino lo bueno. Ahí sí que debes tomar decisiones, formarte como adulto. Empiezas el camino hacia la adultez y eso sí que es jodido. Y ahí sigo. Ahí sigo, y nadie me contó que esto podía pasar. Que podía encontrarme con veintisiete años sin saber exactamente en qué punto estoy, sin todo lo que esperaba(ábamos) de mí. Y por eso soy tan incoherente, porque a ratos me desvío y termino vete tú a saber donde y vuelve a tomar decisiones, vuelve a encaminarte, vuelve a recalcular.
El sin sentido (como el de este texto), también es una de mis fascinantes cualidades, ya ves. Carezco de sentido alguno para muchas cosas.
Pero a veces me gusta, ¿sabes?
Porque suceden cosas inesperadas.
Porque hay aventura.
Hay emoción
Porque no tengo ni maldita idea de cómo, dónde y en qué circunstancias estaré dentro de seis meses.
Y eso, me da cierta paz.