A veces, más de las que estamos dispuestos a reconocer, nos dedicamos a juzgar a los demás.
Y no hablo de juzgarles por su etnia, condición sexual o creencias, esto me daría para 20 artículos a parte. Hablo de juzgar a las personas con las que nos topamos por sus actos.
Si alguien no se ajusta a nuestras expectativas, a lo que haríamos nosotros o a lo que nos parece normal, nos dedicamos a colgarle cualquier etiqueta y ponerlo en una lista negra. A veces temporal, otras permanente.
Maldita tendencia la nuestra de marcar la línea del bien y del mal.
Esperamos demasiado en base a nuestros estándares.
Y sí, yo también tengo que declararme culpable. Porque aún no he sido capaz de deshacerme de mis propios prejuicios.
No obstante, estoy en ello.
No puedo juzgar a nadie porque no tengo ni puñetera idea de lo que ha vivido ni de qué experiencias lleva encima. Es muy fácil quejarse o criticar algo. El camino sencillo. La vía cómoda.
Lo difícil es intentar comprender a alguien, a pesar de que se salga o rompa nuestros esquemas.
¿Qué experiencias vitales le han llevado a ese punto? Esa es la pregunta a partir de la que, quizás, podemos llegar a empatizar con alguien y dejar de poner cruces a tutiplen.
E intentar empatizar con alguien no significa que vayas a ser capaz de justificar sus actos. Pero alomejor puedes sentir compasión.
Quizás, sin entenderlo, puedes aceptarlo.
Porque, al fin y al cabo, todos llevamos maletas cargadas de experiencias que, a ratos, nos hacen perder el norte y actuar de forma reprochable.
Y quién no, que tire la primera piedra y me cuente su historia. Seré toda oídos.