En general, siempre me han considerado una persona deportista. No sé qué manía tiene la gente con creer que soy deportista.
En más de una ocasión tuve que escuchar el típico «tienes cuerpo de deportista» o, aún peor, «tienes piernas de ciclista«. Cualquier que me conozca algo sabe que poner en una misma frase mis piernas y ciclista, no puede terminar bien.
Hoy en día puedo decir, muy orgullosamente, que hago algo de deporte y que sí, que soy bastante activa. Pero hace unos años, mi deporte consistía en ir andando a todas partes (que ya es mucho más de lo que algunos pueden decir).
En clase de educación física no destacaba por absolutamente nada. Solo por ser aplicada. Sacaba notas más bien mediocres, que siempre acababan en una buena media porque era callada, perseverante y me esforzaba.
Mi mayor baza era que me gustaba jugar a futbol. Y como, por suerte o por desgracia, las chicas de mi clase no compartían tal afición, destacaba jugando a futbol.
Debo decir que durante mucho tiempo fui la única chica que se quedaba a comer en el cole y eso implicaba mucho rato para jugar. ¿A qué jugaban los chicos? Touché, a futbol. Ante este panorama tenía dos opciones: jugar con ellos o automarginarme.
Obviamente escogí el fubtol. Y como me dedicaba a intentar quitar la pelota a los oponentes, a veces le daba y, eso ya te daba puntos. Si eres la única que juega, no es muy difícil ser la mejor. Pero, puestos a confesar, me gustaba el juego y me trataban muy bien, con poco que hiciera ya me felicitaban.
Total, que a menos que jugaramos a futbol, educación física me motivaba menos 10. Suspendía cualquier prueba de fuerza, en las de atletismo aprobaba con un 6 y si me ponías a saltar vallas… ¿cómo diantres salto una valla cuya longitud es mayor que la de mis piernas? #DRAMA.
Por eso pasé mi adolescencia rezando en silencio para que lloviera. Como las clases eran en el exterior, si llovía, ¡ADIÓS!
Cada miércoles mirábamos de forma obsesiva el pronóstico del tiempo para la tarde siguiente y el 90% de las veces nos deprimíamos ante la nula perspectiva de precipitacions.
Creo que llovió dos veces y ni tan siquiera durante mucho rato.
Pasada la época en que sí o sí tenía que hacer deporte, intenté convertirme en runner (antes del boom postureo, todo hay que decirlo). Intentos fallidos porque no duraba más de cinco minutos. Hasta que, gracias a un buen hombre de 50 años random (que me chinchó para que no dejara de correr alegando que podía ir más lejos), me enganché a correr de mala manera. Hablando en plata, me obsesioné de tal forma que salía a correr los siete días de la semana como alma que lleva al diablo. Y llegué a los 10km.
También pasé por la época clases dirigidas con una amiga. No se nos ocurrió nada mejor que meternos a hacer baile. Teníamos unos 22 años por ese entonces y éramos las más pequeñas de la clase (con MUCHA diferencia). También éramos las peores (con MUCHA diferencia también). No dábamos una del derecho, íbamos descordinadas y carecíamos de sentido del ritmo o de memoria para aprendernos la coreografía. Eso sí, reír nos reíamos que daba gusto.
Después de este intento fallido por ser Beyonce, llegaron ejercicios de fuerza para tonificar. Me metí de lleno en una guía de 12 semanas, de las que llegué a 11 (lo dejé porque empecé a trabajar a tiempo completo,que consté en acta). Nada mal.
Y ahora me he metido de lleno con el yoga y el pilates (por eso de que estiras y quizás crezco un par de centímetros, ¿no? #DeLaIlusiónTambiénSeVive). Y no descarto el boxeo. Creo que estaría bien aprender algo, no por usarlo en mi vida diaria, más que nada para asustar al personal. Creo que la gente empezaría a tomarme más en serio.