Mi lugar favorito durante mis años de universidad fue la terraza de mi casa. Bueno, para ser exactos, de casa de mis padres.
Tengo muchos recuerdos asociados a ella. Cuando levantaba las persianas cada mañana, era lo primero que veía y desde dónde me hacía una idea de a qué tiempo nos enfrentábamos (yo siempre controlando el tiempo, no fuera a ser).
Ahí pasaba gran parte de mis mañana de marzo a octubre, tostándome al sol (mi actividad inútil favorita del mundo). En mi hamaca con cualquier libro, devorándolo. O pensando en lo que fuera que me rondara la cabeza en esos momentos.
Recuerdo que todos los septiembres, cuando me tocaba tender la ropa (por eso de colaborar en casa y ser una persona de provecho), mientras tendía la ropa aún en tirantes, pensaba que la mejor parte del año llegaba a su fin. Mi adorado verano se empezaba a despedir durante esas noches en que ya refrescaba seriamente y con las primeras clases universitarias (¿podemos volver a la uni, por favor?).
En marzo me pasaba algo similar, pero cambiando la nostalgia por emoción. Sabía que la primevera llegaba y con ella, yo renacería. Suena cursi y cutre, pero siempre he sido así. El invierno me quita un poco de vida mientras que la primavera me la da. Soy la definición gráfica de la depresión estacional.
En esa terraza también me sentaba por las noches y miraba el cielo (sé que quedaría mucho mejor decir que miraba las estrellas, pero no es que la polución nos deje muchas opciones para ponernos románticos).
Recuerdo que las miraba y me prometía que todo iba a salir bien. Que al cabo de un tiempo volvería a mirar ese mismo cielo y todo estaría bien. Que llegarían nuevas esperanzas, nuevas ilusiones y nuevas situaciones que me harían feliz. A día de hoy, aún lo hago. Ya no desde mi terraza, pero si desde el cuchitril de terraza microclimática que tenemos ahora.
Porque ese siempre ha sido mi argumento.
El de «todo pasa con el tiempo«. El de «estaremos mejor«. El famoso «el tiempo lo cura todo«.
De hecho, es mi consejo por excelencia ante cualquier drama ajeno. He prometido tantas veces que un día, cuando te levantes estarás bien y sonreíras al recordar que ya no duele que, si me gustaran los tatuajes, me lo tatuaría para no tener que repetirlo una vez más (pero tengo tantas ganas de pintarrajearme la piel como de que me quiten más muelas)
Es un tópico de esos de manual pero.. si lo has vivido, puedes usarlo en base a tu experiencia, ¿no? Sí, tiene que haber algúna norma no escrita que lo ponga.
Y de esto yo sé un buen rato. Recuerdo que la primera vez que me prometí a mi misma que un día me levantaría bien fue en el 2012 (mi hipertimesia siempre al loro).
Cuando mi primer proyecto de intento de relación, se fue al pique.
También fue ese el año en que me pillé de la única persona que realmente me ha gustado en toda mi vida. No obstante, esta es otra historia que no hemos venido a contar.
El tema es que, después de pasarlo mal, hacer el inútil, sentirme la persona más estúpida de la historia y hundirme un poco más, llegó un punto que dije «sanseacabó». Seguí un poco en el pozo pero me hice la gran promesa de mi vida y… oh la la, lo cumplí. O se cumplió. Yoquesé.
Al final, lo que cuenta es que de todo se sale. Que estaremos bien y que sí, el tiempo todo lo cura.