Tenías tanto miedo que aprendiste a interpretar el mejor papel de la historia. Lo confeccionaste a medida sin tan siquiera darte cuenta. Como suele suceder en estos casos, en un principio se pegaba perfectamente a tu piel, lucía tanto y tan bien… ¿verdad? Nunca te hizo falta estudiarte el guión, sencillamente lo ibas tejiendo sobre la marcha siguiendo el cauce de los acontecimientos. Maquillaje natural, de ese que apenas se nota que lo llevas puesto. Hasta que empiezan a pasar las horas, evidentemente. Todo maquillaje acaba desapareciendo o, peor aún, oxidándose, por mucho que en el envase te diga que aguanta 36 horas. Hecho que, ya que estamos, no suele ser cierto. Avanza el reloj y el guión empieza a pesar. Cansa recitar y, a ratos, te quedas en blanco, olvidándote del texto. Pero no creas que era un papel hecho expresamente, era simplemente uno tejido a base de experiencia, de miedos, de punzadas y de experiencias ajenas que no tenías intención de vivir. Y, sobre todo, uno concebido en base a ese defecto tan manido en cualquier entrevista: la perfección.
La perfección es capaz de llevarte a límites insospechados. De ponerte a ti al límite. De obligarte a tomar cartas en asuntos que mejor dejar seguir su trance natural. Perseguir la perfección termina por destruirte.
Nunca vas a llegar a ser perfecto. Y si no lo aceptas, jamás vas a estar satisfecho.
Y no con el resto.
Peor.
Contigo mismo.