Hay canciones que te atrapan, que se te clavan dentro y necesitas escucharlas una vez tras otra. Soy de esas personas que pueden pasarse un día entero reproduciendo la misma canción en bucle. Y a ese día se le suma otro, y otro y quizás esa es la banda sonora de la semana en cuestión. Sí, siempre he sido un poco obsesiva.
De hecho, tal vez por eso asocio canciones con momentos con tanta facilidad. Quien dice momentos, dice lugares, personas, épocas o tiempos. Lo malo de esto es que luego una tonta tarde de domingo suena aleatóriamente una canción en particular y te rompe. A traición y por dentro. Como un puñal clavandose hondo y con precisión.
Y los recuerdos te envuelven y esa tarde de domingo ya no es igual. Porque las tardes de domingo, a menos que sean a pleno verano y de vacaciones, son, sin duda, la peor parte de la semana. Riéte tu de los lunes por la mañana. Son unos aficionados comparados con la tarde de domingo. Ponte en situación; una tarde invernal, de esas que a las cinco y media ya es de noche, fría, lluviosa y tú, con la ropa de estar por casa más andrajosa, despeinado y sin saber donde caer muerto y cómo hacer que las horas pasen más rápido. Vamos, con unas pintas de náufrago que asustarían a cualquiera de tus ex. Y en esa tarde, a eso de las 6 suena esa canción. Precisamente esa que evoca tiempos pasados que, en una maldita tarde de domingo, siempre fueron mejores. Memórias vinculadas a personas que, a veces ya no están y a quienes dejaste un pedacito de ti. Lo malo de ir dejando partes de uno mismo por ahí es que ya no vuelven nunca más. Se quedan donde los colocaste, bien acomodaditos y sin intención de irse a ninguna parte. Menuda putada, ¿verdad?
Pero no hay de que preocuparse, al igual que las neuronas se regeneran, nosotros también. Y esa tarde de domingo termina, te metes en cama un poco más frío y anonadado, pero esa canción deja de tocarte los cojones. Hasta que vuelva a sonar, perversamente, otra condenada tarde de domingo, claro.